Como quien reivindica algo, cuenta
que le tocó arrastrar mil decibelios
de centauros vendidos en el rastro
y otras circunstancias familiares
que atenazaron vítrea su memoria.
Que por qué disparó sobre su boca
con balas de fogueo? No hay respuesta.
No era cuestión de darles tanto gusto.
Quería que sonara el estruendo
por los barrios del Nueva York burgués,
y que la aristocracia se enterara
que lejos de las torres más famosas,
existe el mismo hedor de los cadáveres
ocultos en los sótanos de cieno
en cada cementerio de la polis,
donde los indigentes se emborrachan
anegados de fango hasta la nuca.
Tiene bastante mérito haber
sobrevivido incólume al ambiente
que arrastró a sus amigos al infierno
de la desesperanza, mientras él,
asido a un ataúd, vitoreaba
la alegría del náufrago que alcanza
sobrevivir sin más, y recordarle
a toda humanidad esos rincones
de los que se avergüenza porque enturbian
lunas de escaparates con glamour.
La ciudad no descansa porque un hombre
esta noche prepara su revólver
sin balas de fogueo. Está loco,
seguro que está loco; pero quién,
quién lo remediará... Ojalá huya
silbando su canción de niños muertos
y deje su venganza en los desguaces,
y las alcantarillas con sus ratas
taladren la ciudad entre las heces.