Qué importa que no sepan de dónde es, al fìn y al cabo -como todos-, ha de morir. En la arena jugarán y se reirán de él; manchará de sangre la espada que que le partirá el corazón en dos. Entre risas, pañuelos, y trompetas, alzará la mirada pidiendo clemencia mientras su ejecutor le clavará la muerte hasta la empuñadura. Cruel destino el de un bravo, que paradojas del destino, no dirá ni mu, mientras la arena se tiñe de rojo, siendo afilado y brillante el filo matador. Y a eso le llaman fiesta. Ver como la arena dorada se tiñe de un rojo cobrizo, y uno de los más tranquilos bravos se desploma, enrojecido su costado, con la mirada perdida hacia un cielo que, para él, ya nunca más será azul.