No tienes el paso cansino
a pesar que te pesan los años existidos.
Caminas por la vereda
esbelto, imperante y altivo.
Tus manos ajadas llevan la bolsa,
con pícara sabiduría,
los manjares anhelados
que tu médico ha prohibido.
¿Por qué habrías de privarte
de degustar con ansias
los placenteros sabores
que reinan en tus postreros días?
Acomodas tu gorra con elegancia;
escondes tímidamente el bastón
a todos saludas con amplia sonrisa,
y todos te rinden pleitesía.
Está hasta la madrugada
la luz encendida de tu habitación.
Te pasas leyendo libros no leídos,
devorando las páginas
con la avidez de un niño.
No quieres dilapidar los tiempos
ni dejar pasar momentos
perdiendo sabidurías no conocidas:
temes que tus ojos se rindan un día.
Platicas apurado, sin detenerte,
relatas tus vivencias pasadas
y las recalcas una y otra vez para que no queden en el olvido.
Es como si de pronto temieras
que el silencio te invadiera.
A veces callas, se pierde tu mirada,
y tu mente vaga por recuerdos vividos.
Sentado en el sillón antiguo
contemplas el viejo limonero
que tus manos plantaron un día,
y con regocijo hueles y acaricias
el precioso fruto amarillo.
Así eras mi viejo, mi viejo querido.