He llorado muchas noches en la oscuridad de mi alcoba
acariciado por esa estela inquieta que dejan
cada vez que se engalanan con la túnica
memorable del reencuentro espiritual.
He rozado, en muchos momentos, los límites de la imperfección,
cuando todavía eran una forma abstracta aún sin definir;
cuando formaban parte de las moléculas del aire
impregnándolo todo de una saciedad verosímil.
Y un día, nacen sin saberlo, cobrando vida
de la inexistencia risueña de un macrocosmos
que ni siquiera poseen, pero quedando en algún lugar
del espacio que ocupa la nada, dispuestos a reencontrarse,
en algún momento, con sus cunas de nacimiento en que
el inconsciente del intelecto abstracto,
abre la puerta de un encierro indeseado.
Es bello y hermoso, ¡muy hermoso!,
el momento de ese éxtasis artificial.
Pues durante ese corto proceso,
se producen inmensas satisfacciones
que regocijan al espíritu que se atreve
a compartirlos consigo mismo.
Pero sin duda, les llega, un día u otro,
el momento en el que se desintegran lentamente
como el rocío de una mañana bañados por los rayos del sol
sin otro sino que el acariciado por las manos
nefastas que los consume.
¡Me han dicho tantas veces que solo sé vivir de recuerdos…!.
Pero si ellos fueran solo eso, sombras en el tiempo
que perduran dormidas en nuestro subconsciente
a la espera de que un leve suspiro las despierte
para ser, desde entonces, títeres en el tiempo,
me daría no solo miedo, también, terror y vergüenza
al arroparlos con tanto recelo y ahínco.
Sin embargo, cuando me pongo a pensar un poco,
descubro que con el paso del tiempo, los recuerdos,
se han transformado en algo mucho más concreto y definido,
en algo mucho más claro y conciso:
en la única prueba de todo lo que he vivido.