Allá por 1.922,
un árabe soñador
un muchacho apenas,
cruzó el mundo buscando este suelo.
Quizás deseando aventuras,
o quizás buscando quimeras.
El viento de la Patagonia,
lo envolvió en mil caricias,
y supo que ésta era su tierra.
Encontró el amor soñado
en una mujer que en su corazón,
también llevaba la semilla del cedro.
Aquel árbol que en la patria lejana
crecía con perfumado esplendor.
Hundieron ambas semillas,
con fe, con tesón,
en la árida tierra del sureña.
Entrelazaron sus raíces
en apasionados abrazos.
El amor fusionó los troncos.
La lucha fue compartida,
como un canto a la vida.
Pronto comenzaron juntos,
a extender sus brazos al cielo,
como en íntimo ruego.
Multiplicaron sus ramas,
alimentadas por la mezcla
de la savia prodigiosa.
Rodolfo y Josefa:
Los dos, un solo cedro.
Fortalecidos por desventuras,
dichas, y sacrificios.
y el precioso orgullo de sentirse pioneros.
Hoy, aquellas ramas dispersan sus semillas.
Su amor aún se expande
en esta tierra argentina
con cada retoño que nace.
¡Dios proteja sus frutos!
¡Que Dios proteja nuestra tierra!
Es la misma que amaron con pasión
todos nuestros ancestros.
Que los hijos de nuestros hijos no olviden
que llevan la sangre del cedro:
Aquella que un adolescente aventurero
vino a esparcirla en nuestro suelo.
Estela Foderé