Bajaron como dos sombras
cubiertos con sus charoles,
empuñados, semiocultos,
portaban dos mosquetones
Cargados de fría suerte
se mecían los capotes
como sentencia de muerte
de la que eran portadores.
Le cogieron al abrigo
de unos cuantos girasoles,
largos y mudos testigos
de aquellos primeros golpes
que enrojecieron de ira
aquel par de brazos nobles.
Se le llevaron por fuerza
a patadas y a empujones
con dos argollas de acero
sangrándole los talones.
No le dejaron hablar,
no se escucharon sus voces,
cuando pasó por el pueblo
se cerraron los balcones,
lo negaron sus amigos,
era un pueblo de traidores.
Y le dejaron seguir
entre los dos esquiroles,
camino del cementerio,
de un cementerio sin flores.
Le esperaba allí un tumba
con un par de enterradores
y un piquete con diez armas,
a la luz de unos faroles,
apagó su corta vida
sin saber por qué razones.
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