Miras en tu interior
con ojos parcos, sinceros,
y lo que ves te da nauseas:
tanta inmundicia y rencor,
tu conciencia traicionada
por tu absurda incomprensión,
las pasiones desbordadas,
el fracaso, el desamor.
Las penas, la decepción,
tu vida desperdiciada,
tu tiempo se terminó;
tus opciones agotadas,
eres sólo un perdedor
en camino hacia la nada
y te preguntas con horror:
-¿Cómo he llegado, Señor,
a esta triste encrucijada?-
Pero uno no nació así,
uno nació siendo ingenuo,
amigable, bondadoso,
confiando en la paz del mundo
y mirando la vida en rosa,
protegido por la calma
y seguridad del hogar.
El cambio vino después:
comenzaron los problemas,
conflictos, complicaciones,
la vida se hizo difícil
y, en algún punto en el tiempo,
quedaron las ilusiones
marchitadas por el viento
brutal de la realidad.
Nuestra fe fue traicionada,
nuestra esperanza, fallida,
y así nos mostró la vida
con sus primeras lecciones
la faz de la adversidad;
conocimos los fracasos,
los rencores, las heridas,
el dolor y las mentiras,
la miseria, la crueldad.
Aprendimos que no siempre
se realizan nuestros sueños,
que no siempre somos dueños
de nuestro propio destino,
que nadie sabe el camino
antes de haberlo recorrido;
que no todo está perdido,
pero no siempre se gana.
La naturaleza humana
ignora su propio sino
y no comprende que vino
al mundo para servir
a Dios y a sus semejantes;
no somos los mismos de antes,
con los años transcurridos.
Se atrofian nuestros sentidos
de honor y de dignidad;
enfermamos de egoísmo,
de rencor y escepticismo
y nos corrompe la maldad.
No, uno no nació así:
cargado de imperfecciones,
de vicios y de aflicciones
que le envenenan el alma
con el paso de los años;
uno nació en dulce calma,
en la paz y la inocencia,
en el calor de un hogar.-
Eduardo Ritter Bonilla.
28-05-1993.