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En el Madero Alto.
Luis Arceo Preciado
En el Madero Alto.
(Poeta Luis Arceo Preciado)
En el madero alto
te han clavado las manos.
Lo mismo que se clava a las paredes
con el breve alfiler de la agonía,
por las alas un pájaro.
Te han clavado las manos,
para que no pudieras
tomar el polvo nuestro
y hacer otro milagro.
Señor, ¿ y la corona?
¿Quién te puso en las sienes
esa rama de nardos?
Te horadaron los pies,
para que no siguieras el trayecto
de la flecha y del arco;
que es perfección cumplida,
la santa arquitectura de tu paso.
¿Dónde tendrá la tarde
la herencia de tus clavos?
Y te abrieron el pecho
y al sublime contacto,
de tu sangre y del hierro,
hubo un crujir suavísimo de tu misericordia
como el ruido en las hojas
que suscita el venado.
De ahí nació la brasa
que se aviva en el fuego
del hogar y los labios.
¿Cómo es que cerraste los ojos?
¿Acaso no tenías la blancura
del cordero en verano?
¿Quién entregó a la cumbre
de los martirios altos,
expuesto a la ceniza
de los cuatro silencios
del llanto?
¿No eres Tú quien enciende
la hoguera de los campos?
¿Y hace girar la esfera
de los días y la noche,
en torno de la órbita
diagonal del espacio?
¿No eres Tú quien inicia
la marcha de los ríos? ¿Y el trino?
¿ Y el viaje en las canoas
de la flor y los astros?
Quien dobló tu rodilla
que floreció en el árbol de la vida
acaso ni sabía
que nunca es más perfecta la huella de la rosa,
que tu huella en la arena de mis manos.
Ni supo que dejabas
el corazón prendido a las florestas,
para que Dios cortara
los viernes de dolores,
tu corona de nardos.
¿Y tu voz?
¿Quién calló la campana del domingo de ramos?
Ha quedado sin torres
todo el mapa sombrío de los pájaros.
Cuando fuiste al torrente…
cuando el tedio y las sombras se agolpaban
como arañas a los párpados.
Cuando el pavor contrajo tus mejillas
por el beso de la demencia.
y apuraban tus labios
el cáliz del aprobio y la amargura.
Cuando con pasos de una oración viajera
se te acerco en la soledad un ángel
asistiendo tu llanto.
Y padecía tu cuerpo,
el temblor de los tallos,
frescos aún de brisa,
ante el chasquir del látigo.
Cuando fuiste al torrente de las lágrimas…
ya presentías entonces
la carga de los cedros y el pino
esa noche de llanto.
Estaba anocheciendo.
Getzemaní apuraba tu agonía,
y todo un bosque a gritos reclamaba
la gloria de tu cruz y de tus brazos.
Pero Tú no sabías de qué árbol
cortarían la madera
para prenderte el alma a los espacios.
Tu sudor no era el simple
destello del roció
que corona los pastos.
Era la escacha viva,ya próxima a la piedra
de tu sábado santo.
Era la gota de agua
que viajaba con la brisa;
cuando pasa la nube, navegando
la esponja de la sed y los guijarros.
Y azotaron tu cuerpo,
atado a la columna de los siete pecados.
Y quedó como el lirio de los valles
cuando pasó la turba del ganado.
Y meciste la caña del silencio
y el abandono largo,
en las tres negaciones sin vigilia
ante la clarinada de los gallos,
cuando el perdón de Pedro calentaba
las manos del remordimiento
junto al brasero de los criados.
Y llegaste al patíbulo,
con todo el sufrimiento realizado;
en perfecto equilibrio suspendiendo
tu dolor y el espacio.
Y clavaste tres veces las rodillas,
en un tramo
de lágrimas y polvo,
para que no tuvieran las manos de los niños
que fabricar crucifixiones
con tormentos de barro
Los cinco continentes de tus llagas
llenaban un paisaje iluminado.
Y el mundo era una copa insuficiente
de contener la gloria de los clavos.
Y al fin el grito eterno.
Que rompió los peñascos
sordos de la conciencia.
Que desplomó los muros del arcano;
como nueva trompeta
en el Jericó de tus labios,
conmoviendo la tarde y las ciudades:
“Perdónalos, oh Padre
Todo está consumado.”
Después no era ya el cedro.
Ni la espina en tu frente hecha arco.
Ni la caña movida por el viento
de tu voz en los lagos.
Ni tus pies que venían
de inagurar la fiesta de los trigos.
Ni tus ojos que ahora retornaban
de navegar la nave de las rosas;
y el sueño de los siglos y los astros.
Ni tu mano hecha espiga,
gustosa siempre de elevar las redes,
ante el asombro de unos rostros náufragos.
Que estableció las bodas y los vinos
en tu primer milagro.
Y repartía el sermón en las montañas
y el pan multiplicado.
No era ya el cedro.
Ni la espina en tu frente
hecha arco.
Era su Sangre Nueva,
-ya vencido el sepulcro-
la que encendía la tierra y los ocasos;
cumpliendo siempre un vuelo
de resurrección y de milagros.
Y en la que acuñara su moneda
la traición
con el sello romano.
Señor,
te he clavado las manos,
sobre este cedro triste de mi cuerpo,
junto al dolor más alto.
Lo mismo que se clava,
con el breve alfiler de la agonía
la mariposa azul a la pared del llanto.
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