Camina el Hijo del Padre,
con cinceles de espanto,
en la noche sumisa
y rendido a su suerte,
con los ojos ya yertos,
va hurgando, hiriendo,
en la noche oscura.
Con la cruz pesada
a rastras deambula.
Mientras, aterrorizado,
doblando el hombro,
ve rondar con furia infinita,
sobre el Calvario, la muerte.
Y al fin, Jesús de Nazaret,
teniendo ansias de ir al Padre,
se entrega como hombre
para que se cumpla
con fe las Escrituras.
Su muerte anunciada.
Esa muerte humana
que penetra en nosotros
con terror y misterio.
En apenas unas horas,
Jesús Hijo del Padre,
se sentó a la derecha
del Todopoderoso,
entre las nubes del cielo.
Esta noticia corrió incansable
por todos los siglos,
como una mecha infinita
y como esperanza de salvación
para el hombre, su hijo.
La luz de la Resurrección de Jesús
ilumina la faz de dolor de la tierra
y nos incita a corregir
para renacer en el silencio,
cruel, del Calvario.
La vida vuelve a Jesús,
y Jesucristo vuelve
a nosotros, silencioso, monacal,
quedamente cada nuevo año;
en tácito sigilo,
sin perder la mágica luz
que nos trae a la tierra,
en la nueva tierra prometida.
Como queriendo escuchar
las voces de su rebaño,
que le dice: ¡Cristo mío
en tus manos está mi destino,
debí salir a Tu encuentro,
preguntarte si vienes cansado
del largo camino...,
de saber el hondo secreto!.