Sonó de pronto, como un cascabel amenazando con reventar la cabeza.
Al caer la noche, el pensamiento se volvió como una piedra en el zapato. Un cansancio de soportar esta imagen triste frente al espejo.
Mi nombre es Jorge y no quiero, cuando encuentren estos despojos, que se culpe a nadie de este crimen; es el último recurso para no sentirme ya como un viejo rinoceronte. En el fondo del cajón.
La cama, este espacio que pincela entre humos un recuerdo, es testigo fiel del amor que teníamos.
Es un distante cuadro, colorido, dolorido y sombreado en una sola línea fugaz.
Tú, ahí tendida, vestida sólo con un sombrero de ala, esperabas el sonido de mis pasos, como plomo, chorreando por las escaleras del edificio tuerto y moribundo.
Ahí, en la oscuridad, eras como arcilla, un sonido de nube a la espera de las manos que esculpieran tu cuerpo y le sacaran la música perdida.
Para consumar el crimen, una explosión, una descarga eléctrica o una caída aplomo desde lo más alto del ropero no darían un daño suficiente para morir del todo.
Si te perdí, y no puedo esculpirte más sobre mi cama, este amor no merece más demoras ni la espera de los filos.
Esta noche, por última vez, te hago el amor con mis palabras, y que vuelen mi sangre y mis carnes, como un pájaro hacia ti.