Me apretaban mis entrañas,
y a mis pies nunca los vi,
pensé que se reirían mis canas
y como un perro en el piso dormí.
Cuando sonreía la madrugada,
una mueca me decía
que mirara las patrañas
a una Patria mancillada.
No somos libres,
decía un hermano mío;
y yo observaba absorto
en el espejo del ocaso,
a un literato sin poemas,
sin libros bajo el sobaco;
miraba con dolor
a un indio sentenciado
y atrás un español,
riéndose de su honor;
miraba con angustia
a aquél hombrecillo negro
tratando de alcanzar
barrotes oxidados por la ira;
veía a un estudiante masacrado,
sin calle, sin piedras,
sin consignas y ya cansado;
a un maestro por su camino
de palmas de corozo y algarrobos,
sediento, mal pagado,
con hambre, muy genuino;
un hombre de tez pálida, huesuda,
de caballo cenceño,
en campiña ya pastada,
de morral pequeño
y escaso arroyuelo
para llenar la herrada.
Hoy sólo me queda
el llanto y el pensamiento,
sin recordar como lloré,
pensando que no tuve lágrimas,
sólo eran parcas e invisibles,
que no caían,
se besaban una con la otra,
en las paredes de la celda.
Era el preludio del fin del mundo,
que me hería,
era un esbozo matizado
de penas y castigos,
era el infierno de Alighieri.
Ahí resplandece un sol oscuro,
el día es de noche
y la noche es de sollozo puro;
cada día es sin reproche.