El celular en la oreja
y la mente en los negocios,
la atención en el dinero,
las manos en el volante,
corriendo, siempre adelante
y sin tiempo para nada
que se aparte del trabajo.
Hasta cuando está en su cama,
en sueños, habla dormido,
pues está muy afligido
por el próximo contrato;
no es que sea un esposo ingrato
ni un mal padre de sus hijos,
es que sus egresos fijos
le preocupan un buen rato.
Mientras tanto, su familia
pasa más tiempo, en su hogar,
en la compañía del gato
que en la del titular
de la "empresa familiar"
(es más importante el trato
que está a punto de cerrar).
Pasa su vida en la empresa,
absorbiendo su atención
el balance y la promesa
de una mayor inversión,
que han hecho sus accionistas;
entre cien oficinistas
y su amigo: el contador.
En la escuela de sus hijos,
le conoce el director
sólo por su nombre y firma
en los cheques de sus pagos;
del trabajo los rezagos
lo mantienen siempre ausente
de las juntas escolares
(su puesto es muy exigente).
Así, transcurre su vida
enclaustrado en su oficina
y en sus juntas de negocios,
con todos sus accionistas,
subalternos y sus socios;
sería una hora perdida
la que dedicara al ocio.
Hasta ese día infortunado
de la súbita caída
en la Bolsa de Valores,
el desplome sorpresivo
del precio de sus acciones,
la bancarrota, la quiebra,
el desconcierto total.
¡Veinte años de sacrificios
hechos polvo en unas horas!
Se abre un negro precipicio
de fauces devoradoras,
y el infarto es el inicio
de un sordo drama final:
se lleva a cabo un oficio
en su elegante funeral.
Caravana interminable
de coches y limusinas,
se decreta inútil luto
en sus desiertas oficinas;
esquelas de diez mil pesos
para la prensa local,
¡treinta coronas de flores
en su cripta sepulcral!
Y mil absurdos honores
que dicta la hipocresía,
mientras que sus acreedores
inician la cacería
sobre sus activos fijos;
¿qué les quedará a sus hijos
y a su viuda, al otro día?
La casa semi-vacía
se siente ahora más fría
sin dinero y sin amores,
con la mirada sombría,
se quedan con sus temores.-