Cuando llegas a tu casa,
a altas horas de la noche,
procurando no hacer ruido
para no turbar el sueño
profundo de tu mujer.
Ya conoces de memoria
en dónde está la cerradura,
dónde empieza la escalera
y cuántos pasos hay que dar
para llegar a la puerta
de tu alcoba, sin dudar.
Cruzas, callado, la casa
y pones en su lugar
ropa, zapatos, cartera
y tu reloj de pulsera
sin emitir ni un sonido;
mientras oyes el ronquido
de tu dulce compañera.
Todo ello, quién lo dijera,
con movimientos medidos,
sin temor a equivocar
ni un movimiento o lugar,
en medio de la penumbra
que no deseas alumbrar
(todo es, ya, tan familiar).
Lo mismo que en el hogar
del cual llegas, sigiloso,
cansado, pero dichoso:
¡qué agradable es recordar
cómo "tu otra compañera"
hace un rato te complaciera
con pasión tan singular!
Así transcurre tu vida:
repartida entre dos frentes,
dos hogares, dos vertientes;
uno, el hogar consagrado
por la ley y religión,
ese de la tradición
y la mujer indulgente
que sufre serenamente
tu clandestina pasión.
El otro, disimulado,
prudentemente callado,
refugio no declarado
ante la gente intolerante,
en donde eres esperado
y tiernamente "consolado"
por una fogosa amante.
Así transcurre tu tiempo
y se divide el corazón
entre distintos afectos:
de tu esposa, sus defectos
pesan más en tu atención;
de tu amante, la emoción
de sus cuidados "perfectos",
tus momentos predilectos,
su secreta seducción.
Pero hay una Ley Divina
de carácter superior,
en la que todo se paga
con infalible dolor,
tarde o temprano, en el mundo;
su veredicto es rotundo
y terrible Su Enjuiciador.
Y, más allá de esta vida,
cuando enfrentes a la muerte
con toda su cruel figura,
te pasará la "factura"
por tu infidelidad
y habrá sellado tu suerte:
será inmensa tu amargura
por tu actual frivolidad,
pagando tu iniquidad
en los abismos de tortura.-
Eduardo Ritter Bonilla.
27-08-2004.